EL VIAJE DE VUELTA
Es la historia de una familia que un día se enfrentó al difícil diagnóstico de un Trastorno Generalizado del Desarrollo (TGD) y que hoy puede contar la recuperación de su hijo gracias a la Biomedicina. Pretende ser una luz en el camino de tantos padres perdidos que hoy en día viven una historia similar. Pretende transmitir un mensaje de esperanza contando la otra cara del autismo, ésa a la que la medicina oficial sigue dando la espalda.
NUESTRA HISTORIA
Un bebé feliz
Dani, mi segundo hijo, nació el 9 de abril de 2008, en un precioso parto donde viví la emoción de verlo llegar al mundo desde mi total plenitud y madurez como madre. Fue un niño macrosómico: pesó 4 kilos 300 gramos. El parto fue largo y costoso, y en algún momento se tiñó el líquido y se pensó en intervenir con oxígeno. Pero finalmente, Dani eligió salir y nació sin cesárea ni intervención con fórceps o ventosas. Salió y lloró como un gran guerrero, librando su primera gran batalla.
Su primer año de vida transcurrió con total normalidad en cuanto a su desarrollo psicomotor y cognitivo (sus dolencias bronquiales merecen un relato aparte). Era un niño extremadamente alegre, expansivo, risueño (le faltaban horas al día para reírse a carcajadas), comunicativo, juguetón, social y, sobre todo, muy cariñoso y afectivo. Llamaba la atención su sonrisa, su búsqueda de una caricia, su despierta mirada a todo lo que le rodeaba.
A nivel motor fue cumpliendo todas las etapas de su desarrollo como cualquier niño de su edad: levantar el tronco, sostener la cabeza, gatear, quedar erguido…A nivel intelectual, iba respondiendo con total curiosidad a todos los estímulos de su entorno. Y a la misma edad que otros bebés, llegó su pre-lenguaje, el juego con su voz, sus primeros balbuceos, sus primeras sílabas, sus primeras palabras…
Dani estaba entre nosotros. Y su mundo y el nuestro eran el mismo. Dani estaba tan conectado a su entorno como un árbol a la tierra.
El viaje de ida
Un día (no se sabe exactamente cuál) todo cambió. Es difícil poner fecha al cambio, porque no ocurre de golpe. Sí recuerdas el día en que, por primera vez, te paras, tomas aire y te atreves a preguntarte a ti misma si todo va bien. Recuerdas “la época” en que se inician las sospechas. Recuerdas momentos y fragmentos: el inicio del viaje de ida hacia lo desconocido.
Fue en el verano de 2009. Habíamos ido a veranear en familia a un apartamento en la costa, en el sur de la isla. En aquel entonces, Dani aún reía, jugaba, conectaba, disfrutaba de sus primeros baños en la piscina y en la playa. Pero a finales del mes de julio volvimos un día a la capital para acudir a su pediatra: fiel a su cita con el calendario vacunal, le tocaba la vacuna triple vírica de los 15 meses (sarampión, rubéola, paperas).
A los diez días de haberle administrado el pinchazo, estando de nuevo en el apartamento de verano, despertó una noche ardiendo en una fiebre altísima. Mi marido salió con él en brazos hacia urgencias, casi con el pijama aún puesto, y tras evaluarlo no hallaron en él nada significativo que hiciera pensar en ninguna infección (no tenía enrojecimiento de garganta, ni roncus pulmonar, ni inflamación en los oídos, ni signos de proceso catarral). Pensamos que podría tratarse de la GRIPE A, cuya aparición en aquellos días se encontraba en pleno auge mediático. Pero la fiebre, tal cual vino, se marchó. Y nunca volvimos a darle más importancia al episodio.
Al regreso de aquel verano, y tras retomar la rutina de la vida post-vacacional, se asomaron los primeros cambios en la vida del niño. Comencé a notarlo “distinto”: más distante, más irritable, más irascible…Poco a poco empecé a sentir un cambio drástico en su alegre carácter de siempre, en su dulce forma de ser, en su humor…De ser un niño que sonreía a todas horas, comenzó a mostrarse molesto, enfadado, enrabietado por todo…De ser un niño dulce empezó a mostrase árido e indiferente…Su vida comenzó a volverse “rutinaria”…No admitía cambios. Quería hacer siempre lo mismo. De forma obsesiva. Desarrolló un carácter inflexible hacia todo lo que no coincidía con su extraño y limitado catálogo de intereses. Y empezaron las rabietas. Las tardes en casa repetían diariamente el mismo esquema de pataletas sin motivo aparente. Unas rabietas desproporcionadas e inexplicables. Le proponíamos juegos y él lloraba. Lo subíamos a su habitación para que se divirtiera con todo lo que hasta ahora había formado parte de su mundo, y él se resistía. Tanto lloraba y se enfurecía que teníamos que colocarlo sobre una alfombra de goma para evitar que se lanzara contra el piso y se golpeara la cabeza. Al principio pensé que venía muy cansado de la guardería, que no estaba haciendo bien la siesta. Pero cuando las rabietas comenzaron a acompañarse de conductas ritualistas y carentes de funcionalidad, se me encendieron todas las alarmas.
Adiós al juego
Dani acudía por aquellos días a una guardería donde, a través de un sistema de vigilancia por cámaras conectadas al ordenador, se podía seguir al niño desde casa. Yo casi nunca podía verlo, porque estaba trabajando. Pero mi madre, que sí vigilaba al niño cada día, fue la primera persona en advertirme que se pasaba la mañana dando vueltas alrededor de una columna sin apenas hacer nada más. Aquella primera señal me sacudió el corazón.
Vinieron muchas otras señales. La primera de ellas, su falta de interés por todos sus juguetes habituales. La segunda, su obsesión por los cochecitos. Eran los únicos objetos que admitía. No es que le interesara jugar con ellos para hacer carreras, subir y bajar pistas o imitar el sonido del motor o la sirena. Lo único que le interesaba era moverlos de un lado a otro con la mirada perdida: se ponía de rodillas frente a una mesa o un mueble, y movía un coche hacia delante y hacia atrás, una y otra vez, una y otra vez, durante horas, horas, horas…Como las astas de un ventilador. Como las olas del mar meciéndose sin más explicaciones. Otras veces los colocaba en fila: uno detrás de otro, minuciosamente, con una precisión asombrosa, sin cometer errores en su perfecta colocación. O abría y cerraba las puertecitas del vehículo. O miraba sus ruedas y las hacía girar, mientras quedaba embelesado en ese movimiento. Y en ese viaje hacia ninguna parte se perdía, ya no estaba entre nosotros, ya no estaba conmigo. Lo llamaba, y no respondía a su nombre. Intentaba devolverlo a nuestro mundo con algún otro estímulo (un sonido fuerte, por ejemplo) y fracasaba en el intento. “¿Dónde está Dani?”, empecé a preguntarme a mí misma, con una voz débil, todavía solitaria, todavía sólo mía (lleva mucho tiempo compartir esto en voz alta).
El silencio toma nuestras vidas
Y un día me di cuenta de lo más brutal de todo: el silencio. ¿Dónde estaba la alegre voz de mi hijo? ¿A dónde habían ido a parar sus primeras palabras? Ese día te despiertas de verdad y te das cuenta de que tu hijo YA NO habla. Ha caído en una mudez absoluta. Olvidó el lenguaje que tenía, se lo tragó el mismo sumidero que lo está absorbiendo a él…Y entonces corres a rebuscar en los cajones de la cómoda donde guardas todos las cintas de vídeo que le grabaste meses atrás…Y las pones y las revives sólo para convencerte a ti misma de que no estás loca, de que tus recuerdos son certeros, de que efectivamente tu hijo hablaba, de que ciertamente reía a carcajadas y tenía lenguaje, y decía “mamá”, “papá”, “agua” y “ajó”, como todos los demás bebés…Y vuelves a preguntarte: “¿Dónde estás, Dani?” “¿Hacia dónde te estás marchando?”
Un cerebro drogado
Hay muchos otros recuerdos del inicio de aquel viaje hacia la pesadilla que me acompañarán toda la vida. Recuerdo su particular manera de llorar cuando se enfadaba. Comenzó a emitir un llanto extraño, que salía de alguna profunda y desconocida entraña, un llanto hueco, como el eco en una cueva, más parecido al de un animal, o al de una extraña criatura, que al de un bebé. Cuando lo oía llorar así me asustaba. No lo reconocía. Ahora sé que quien lloraba no era mi hijo, sino un cerebro drogado. Pero me quedaba aún mucho camino para averiguarlo.
Recuerdo especialmente una tarde en que hacía mucho calor y estábamos en la azotea de casa. Le habíamos preparado la pequeña piscina que a veces llenamos en los días de buen tiempo. El piso de la azotea se había recalentado y estaba ardiendo. Era imposible caminar descalzo por encima de aquel suelo sin achicharrarse la planta de los pies. Y, sin embargo, de pronto, pude ver cómo mi hijo caminaba sobre aquel fuego como lo haría un fakir sobre una alfombra de clavos. Como si nada…Allí estaba él, paradito encima del piso, sin inmutarse. Corrí a cogerlo en brazos, toqué la planta de sus piececillos enrojecidos. Ardían. Me apresuré a meterlo en el agua. Quedé muy impresionada con aquel episodio. Y, de hecho, tanto me dolió que jamás lo compartí ni lo hablé con nadie, ni siquiera con mi marido, al que no quería hacer sufrir. Cuando los especialistas alguna vez me preguntaron si había notado algún tipo de insensibilidad al dolor en Dani, nunca dije nada, no sé si por miedo a la confirmación del diagnóstico o vete a saber por qué “irracional” motivo…De hecho, es la primera vez que lo verbalizo, que le doy forma a mi miedo y lo expreso en voz alta.
Días de angustia
Recuerdo igualmente a Dani apegado a sus “objetos”, tratando de cargar consigo 10 o 15 cochecitos a la vez que, por supuesto, acababan en el suelo. Y lo recuerdo sentado en su sillita en un estado de extrema pasividad, con la mirada clavada en el televisor, sin atender a nada más, completamente hipnotizado, como el que está drogado, sin contacto ocular, sin respuesta a mi voz, a mis intentos de contactar con él. A veces llegaba de la calle y corría a abrazarlo, a besarlo. Pero él ni me miraba. Permanecía impasible mirando el televisor, como si yo no estuviera allí.
Por aquella época, su única manera de comunicarse consistía en cogernos de la mano y llevarnos por la casa hasta el lugar donde quería ir, hasta el objeto que solicitaba coger. Luego supe que aquella señal era lo que los especialistas llaman “el uso instrumental del adulto”. Aún no señalaba. Nos utilizaba a nosotros como dedo índice de sus intereses. Y ése era el máximo vínculo comunicativo que lograba establecer.
Otro recuerdo que guardo de aquellos angustiosos días era su compulsiva forma de comer. Siempre fue un niño de buen comer, con un apetito asombroso, un niño que no le hacía ascos a nada. Sin embargo, comenzó a desarrollar una extraña forma de ingerir los alimentos, que no me parecía “normal”. Se lanzaba al plato y quería meterse en la boca toda la comida al mismo tiempo, sin masticación, sin orden, sin pausa, sin descanso, como un animal adicto y hambriento…No permitía que tú intervinieras para tratar de evitar que se ahogara. Si no lo detenías, podía meterse veinte pedazos de comida a la vez. Y casi siempre el episodio terminaba en una explosiva rabieta.
Qué está ocurriendo
Un día te despiertas y te dices a ti misma que algo está ocurriendo, que debes empezar a darle forma a tus miedos, debes darle voz a tu angustia, debes verbalizar, averiguar, preguntar, compartir…
Lo primero que hago es consultar en Internet. Me encuentro con dos palabras clave que cambian mi vida: “retraso madurativo”. Es un hilo del que tiro y descubro toda una madeja. Tropiezo con el blog de una gran madre, una gran mujer: Rosina Urialde. Le escribo un e-mail contándole mis miedos y sospechas, y apenas tarda unas horas en contestarme (¡Gracias, Rosina, por aquel primer correo que abre mis ojos!). Es la primera persona que me habla de la necesidad de consultar a un especialista del desarrollo infantil, que me habla de terapias, de “autismo”, que incluso me menciona algo aún completamente desconocido para mí: una dieta especial, sin gluten ni caseína, que puede ayudar a mi hijo. Aún estoy lejos de todo eso. Pero ese primer e-mail me sitúa en un camino nuevo que transforma mi vida.
Lo segundo que hago es contactar con la guardería del niño para saber más de su comportamiento allí y conocer la opinión de sus educadoras. Mi marido y yo nos reunimos con la directora del centro, que nos confirma un retraso motor y cognitivo en Dani. La psicóloga del centro lo evalúa y también observa que no socializa adecuadamente, que no responde a los estímulos, que no gira la cabeza ni al oír su nombre ni ante ningún sonido estrepitoso. Me recomiendan comenzar con las pruebas del oído para descartar un problema de sordera (aunque yo sé de sobra que Dani no es sordo; cuando escucha la melodía de sus dibujos animados preferidos, acude corriendo frente al televisor desde cualquier otra estancia de la casa).
Lo tercero que hago es llamar a Silvia, mi mejor amiga de la infancia. Es psicopedagoga y tiene mucha experiencia en necesidades educativas especiales. Inmediatamente responde a mi llamada y acude a casa para ver al niño en su ambiente más espontáneo. Dani apenas mantiene con ella contacto ocular. Mi amiga observa cómo nos lleva de la mano por la casa para comunicarse. Es testigo de su absoluta mudez, de su total ausencia de emisión de sonidos.
Ese día es decisivo para mí. Conozco a Silvia desde los ocho años de edad. Ha sido mi amiga del alma y algo más que una hermana. Sé leer en su mirada y en su corazón. Y aquella tarde intuyo que es más lo que se guarda para sí misma y se calla que lo que me cuenta. Su silencio está cargado de información y es más explícito que sus palabras. No desea hacerme daño, pero sé que ha visto “cosas feas” que no se atreve a confesarme en voz alta. Cuando le pregunto si Dani es autista, me dice que desde luego no ve un autismo kanneriano, pero que hay “algunas cositas” que debemos descartar y que lo mejor será ir al pediatra para comenzar con algunas pruebas cuanto antes. Aquella noche, al acostarme, siento el peso del mundo triturándome el alma. Una losa terrorífica cae sobre mi pecho y me impide respirar. Tengo miedo. Pero eso no es lo importante ahora. No es el momento de dejarme vencer.
Manos a la obra.
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